jueves, 3 de mayo de 2012

CRÍTICAS SOBRE LA NOVELA: LOS PICHICIEGOS

La Pichiguerra: Una lectura de Los Pichiciegos Federico G. Ferroggiaro Resumen: El presente trabajo ahonda en el planteo sobre “la guerra” que subyace en la novela Los Pichiciegos de Rodolfo Enrique Fogwill, intentando develar las relaciones y mecanismos que implementan los personajes delineando, dentro del texto, una especie de “ética de la supervivencia”. Resulta inconcebible que se soslaye el contexto socio - político de la guerra en la que se enmarca la novela de Fogwill Los Pichiciegos [1]. Cualquier discurso que se refiera a Malvinas está obligado a reconocer que fue una guerra a destiempo (no discutiremos lo justo o injusto de las motivaciones), impulsada por una dictadura que encarnaba toda la violencia, el salvajismo y la demencia de una tiranía; y que representó el arrebato irracional de una colonia sudamericana que se expuso a la ira de una de las mayores potencias imperialistas del mundo. Sin embargo, Los Pichiciegos no es una novela contra la guerra. Ni una apología contra “esa” guerra. Es, posiblemente, la novela de una guerra en el margen, en el subsuelo de “esa” guerra. Una lucha que exige, como todas las guerras, de inteligencia, de objetivos y de recursos. Al igual que en una Guerra, incluso en “esa”, la de Malvinas, existe un objetivo (ganar, por supuesto, vencer al otro o a los otros junto con los fines tácitos, los que el discurso oficial silencia o retacea), se ponen en juego, a través de los movimientos, las maniobras ofensivas y defensivas, las estrategias, una o varias inteligencias y la disposición y el empleo de los recursos materiales: indumentaria, armas, tecnología, alimentos y el esfuerzo de logística que demanda mantener pertrechados, en condiciones, a los luchadores, a los que hacen la guerra; los pichis, ese grupo heteróclito y cambiante de soldados argentinos que se esconden de “esa” guerra para pelear su otra guerra, se encuentran compelidos por la misma lógica de todas las guerras. Percibimos que, contra la estructura canónica que representa la guerra desde su ética heroica, patriótica y trascendente (la guerra se hace por algo: recuperar un territorio que por derecho pertenece a una nación; expulsar a fuerzas invasoras, imponer una Verdad, apropiarse de los recursos o territorios del otro-enemigo), los pichis pelean la guerra de la supervivencia donde, a contramano del discurso oficial, resistiéndolo, vaciándolo de contenidos, rigen su conducta por la ética del sobrevivir (a “esa” guerra). Es decir, su guerra es la de la supervivencia, una guerra particular, sui generis, que requiere de una ética diferente, especial. Por supuesto, una ética detestable desde el discurso oficial, desde el patriotismo (o el patrioterismo), desde el nacionalismo, desde la visión que ubica al hombre en un lugar de ciudadano, de soldado que pelea por el bien de la nación que es, por la pertenencia a esa nación, su propio bien. El ideal de los pichis, queda claro, no es el de la nación, el de la dictadura de Galtieri. En este sentido, el enemigo que enfrentan no es el ejército inglés (“los gurjas, los wells y los escots”). Es contra la necesidad, contra el clima, el hambre, el aburrimiento, la suciedad, la locura y el miedo. Al ser ajeno a los pichis el motivo simbólico, la causa “trascendente”, “esa” guerra (la de ingleses contra argentinos o viceversa) se ubica como marco (si bien omnipresente) de la guerra marginal: la que los pichis mantienen contra la muerte. Su ética les permitirá negociar mercaderías con los ingleses a cambio de colaborar con ellos en las acciones militares (Fogwill 2006: 37 a 40), matar por la espalda a un oficial argentino que intenta abusar de un soldado (Fogwill 2006: 81 a 83), rapiñar los restos de naufragios o los cadáveres “helados” (Fogwill 2006: 80), echar y entregar como prisioneros a aquellos pichis “inservibles”, los que no interactúan en conformidad con las normas de la Pichicera, que “… se volvieron tan inútiles que ya nadie se los acordaba” (Fogwill 2006: 105). La supervivencia de los miembros grupo, al igual que en cualquier sociedad u organización, no queda librada al azar, al libre albedrío. Constituida con una jerarquía, una ordenada distribución de roles y de saberes y habilidades [2], con una autoridad cuatripartita, la de los Reyes Magos, que debe ser obedecida a riesgo de perder la vida (ser expulsado de la comunidad equivale a morir: el secreto de la sociedad debe protegerse contra las delaciones), y una jerarquización interna entre los distintos componentes (los Reyes en la cúspide, los útiles, con actividades específicas: Pipo en la despensa, el Ingeniero introduciendo mejoras en el refugio; y los “inservibles” o dormidos), la Pichicera, corrobora que el objetivo de sobrevivir también requiere de una disciplina y de estamentos. Sociedad de la guerra, como hemos dicho, no contra ella sino al margen de la misma, no distingue nacionalidades ni intereses y se halla consolidada en la obediencia a un marco legal. Leyes no escritas pero conocidas por todos los miembros de esa comunidad: no se permite la presencia de heridos, lealtad y obediencia a la autoridad, no se hacen ruidos de día, las excreciones se realizan a la intemperie, por señalar algunos ejemplos. Es cierto que los pichis están unidos “… temporariamente, no (por) una identidad sino (por) una necesidad: no comparten una memoria más vieja que la del comienzo de la invasión a Malvinas” [3] pero esa necesidad convertida en objetivo los amalgama como grupo, los funda y les permite funcionar como una entidad autónoma entre las fuerzas en pugna. Los pichiciegos demuestra que esa supervivencia no puede ser emprendida en soledad, heroicamente. En este sentido, podemos afirmar que la novela configura y reproduce una sociedad que cuenta con un territorio subterráneo, la Pichicera; con una población: los pichis, soldados argentinos y, en un momento también se incorporan ingleses; con una autoridad: los cuatro Reyes Magos y con reglas claras. Territorio, autoridad, ley y población: los cuatro elementos claves que constituyen un Estado, una nación. Una nación que está en guerra para sobrevivir. Sí: los pichis son muertos para “esa” guerra. No pelean en las filas argentinas (ni se rinden) porque su guerra se debate en otro frente. Como los personajes subterráneos de Delikatessen, la película de Jeunet (Francia, 1991), permanecen bajo tierra y actúan, salen a la superficie exclusivamente a cumplir con una operación. Para sobrevivir es imprescindible contar con recursos: cigarrillos, raciones de alimentos, materiales de construcción, combustible. El comercio, el trueque, es una de las actividades claves en la guerra de los pichis y exige el mantenimiento de una población, un número que oscila entre los veinticuatro y los treinta, suponiendo un conocimiento de la incidencia de lo demográfico en lo económico: cuánta gente requiere una organización para funcionar, para comerciar, para mantenerse activa. Si la guerra es “cosa de método” como afirma el informante-pichi (Fogwill 2006: 136) para atribuirle a los ingleses una superioridad (método probado por la experiencia, otras guerras, “… ellos siempre la tienen que ganar” (Fogwill 2006: 125), conocimiento que se reactualiza como la fecha de caducidad en los materiales bélicos que se renuevan, a diferencia del de los argentinos), los pichis improvisan, inventan su propio método para la supervivencia. El después Sostiene Sarlo en su artículo: “… la novela no quiere demostrar nada y sus personajes no están en condiciones ideológicas ni discursivas para reflexionar. Los pichis carecen absolutamente de futuro, caminan hacia la muerte… Su tiempo es puro presente: y sin temporalidad no hay configuración del pasado, comprensión del presente ni proyecto” [4]. Los personajes de la ficción son, sin reflexión si quiere, intuitivamente, los que postulan la posibilidad de un después, de una mañana, de una victoria en su guerra. Dice el Ingeniero en el capítulo 6 de la Primera Parte: “La guerra tiene eso, te da tiempo, aprendés más, entendés más… Si entendés te salvás, si no, no volvés de la guerra. Yo no sé si volvemos, Quiquito -le decía- pero si volvemos, con lo que aprendimos acá: ¿quién nos puede joder?” (Fogwill 2006: 62). Es cierto que piensan por fuera de la historia, del devenir. Su objetivo es resistir en la vida, seguir vivos, y si el presente de “esa” guerra no es comprendido, sí lo es el de su guerra, la supervivencia, y con ese fin se negocia, se acumula, se raciona: porque hay un después dentro de la guerra, “Y por ahí… tenemos que quedarnos dos inviernos” (Fogwill 2006: 106) y se acerca un final: la muerte o la victoria, el retorno a la vida, su continuidad. El enunciado del Ingeniero se proyecta al futuro, al sueño posible del regreso a esa normalidad igualmente conflictiva que es la vida en el continente, en la Argentina de la dictadura y del terror. Si el presente de la enunciación es crudo, la esperanza de un futuro de invulnerabilidad representa una motivación alentadora. Fogwill suele escribir sobre sobrevivientes. En sus cuentos y en otras de sus novelas, Vivir afuera, por ejemplo, sus personajes están marcados por ese después: salieron vivos de algo extremo y quieren seguir vivos, todo lo que hacen es vivir sin una meditación consciente sobre el para qué. Raigambre vital, puro instinto. ¿Quién nos puede joder?, pregunta el Ingeniero. Fueron pichis, zafaron de una guerra dentro de otra guerra, en las peores condiciones y con todo en contra, sin más ejército que el de la sociedad que formaban: ¿quién puede joderlos? Por eso no es absurda la propuesta (Fogwill 2006: 112 a 113), sino lógica: los pichis rehabilitando a los demás, a los que no lucharon por sobrevivir en Malvinas. No hay, en definitiva, personaje más paradigmático en la obra de Fogwill que su homónimo Quiquito: el que sobrevivió, el que sabe. No se puede joder a un pichi porque ya se las sabe todas: la penuria, las privaciones, las crueldades, la deshumanización, las flaquezas, el aguantar a fondo es la universidad de un pichi. Sobrevivió en la guerra ergo puede sobrevivir en la supuesta paz y puede enseñar a los demás a hacerlo. Por eso sorprende al informante, Quiquito, que los excombatientes que roban coches (Fogwill 2006: 142) caigan tan pronto: por supuesto, no eran pichis, un pichi es, fue y será injodible. Lejos del campo de batalla, y según sus declaraciones, sin querer probar nada, Fogwill representa una guerra más verdadera, más verosímil que aquella que imagina y divulga el discurso oficial. Contra la guerra de los héroes, la guerra antiheroica donde la única victoria que se concibe es la personal, la del grupo de los pichis y no la de argentinos o ingleses que es, en todo caso, aleatoria Las arengas de los oficiales, los altos mandos, o sus voceros tanto en las radios argentinas como inglesas, como al llegar al continente, simbolizan la precariedad de un discurso que carece de toda verosimilitud aceptable. “Y el tipo hablaba que éramos como el ejército de San Martín. “Heroicos”, repetía. Que la batalla terminaba, que ahora se iba a ganar la guerra por otros medios… y que nosotros íbamos a volver a los arados y a las fábricas (imaginate vos las ganas de arar y de fabricar que traían los negros)…” (Fogwill 2006: 132 y 133). La ironía, la “picaresca” si seguimos a Schwartzman, hace estallar a ese discurso vacío, lo expone en su absoluta ridiculez, oponiéndolo al de la ética pichi: la de los injodibles. En esta línea, queda validada la única actitud posible del hombre ante la guerra absurda, irracional y, quizás, frente a cualquier orden que no ofrezca garantías: despojarse de los valores y la ética oficial, afianzar el yo, organizarse en una sociedad e improvisar un método para salir vivo. Que los pichis fracasen, que su sociedad no alcance el objetivo nos deja un sabor triste. Que sea justo el último día de “esa” guerra, cuando el final tan presentido había llegado, multiplica el acento trágico. Que la causa sea un descuido técnico, una trivial negligencia, le evita al escritor la responsabilidad de ficcionalizar la victoria de los guerreros subterráneos, de los que habían hecho todo para ganar la pichiguerra. Asfixian el final feliz porque las guerras, ninguna, puede tener un final feliz. Notas: [1] Fogwill, Rodolfo Enrique (2006): Los Pichiciegos. Interzona, Buenos Aires. Todas las citas de incluidas en este texto pertenecen a dicha edición. [2] Sobre la distribución del conocimiento ver el artículo de Schvartzman, Julio (1996): Microcrítica - Lecturas Argentinas; Biblos, Buenos Aires. Páginas 133 a 146. [3] Sarlo, Beatriz: “No olvidar la guerra: sobre cine, literatura e historia”, en Punto de Vista, Agosto de 1994, Nº 49. Página 32. [4] Sarlo, Beatriz: Op. cit. Página 33. Bibliografía Fogwill, Rodolfo Enrique (2006): Los Pichiciegos. Interzona, Buenos Aires. Fogwill, Rodolfo Enrique (1998): Vivir afuera. Sudamericana, Buenos Aires. Marando, Guadalupe: A pesar de él, de nosotros, El Interpretador, http://www.elinterpretador.net/27GuadalupeMarando-APesarDeElDeNosotros.html Junio de 2006, Actualización: Julio 2007. Prieto, Martín (2006): Breve Historia de la Literatura Argentina, Taurus, Buenos Aires. Sarlo, Beatriz (2007): Escritos sobre Literatura Argentina, Siglo XXI, Buenos Aires. Sarlo, Beatriz: “No olvidar la guerra: sobre cine, literatura e historia”, en Punto de Vista, Agosto de 1994, Nº 49. Schvartzman, Julio (1996): Microcrítica - Lecturas Argentinas; Biblos, Buenos Aires. A pesar de él, de nosotros Sobre Los pichiciegos de Rodolfo Fogwill Buenos Aires Interzona, 2006 156 páginas por Guadalupe Marando Toda ficción actúa sobre la historia. La novela de Fogwill abre un espacio en el tiempo durante el que se prolonga la guerra de Malvinas, e inserta allí una fábula que contradice los hechos de la realidad para decir otros: los que esta misma realidad autoriza a imaginar y torna verosímiles. No fue así y, sin embargo, es así como podría haber sido, como debería haber sido si en el mundo real los acontecimientos tradujeran con la misma exactitud que en la literatura el significado de determinados momentos históricos. Lejos de ser el paisaje sobre cuyo fondo se erige un relato imposible, Malvinas es el escenario que posibilita y justifica el accionar de los no combatientes imaginados por Fogwill. La resistencia a arriesgar el cuerpo es el más perfecto correlato de esa verdad histórica que esta ficción subterránea descubre simultáneamente –y ese es su mérito– a lo que acontece, y que sus personajes muy pronto constatan: no hay nada en esa guerra, más allá de la propia supervivencia, por lo que valga la pena arriesgarse. Dice Fogwill en la contratapa de esta edición de Interzona: "al escribirla, estaba lejos del autor cualquier preocupación sobre el acontecimiento. Como decía por entonces –digo–, estaba escribiendo sólo acerca de mí, de la revolución, la contrarrevolución, el amor, el comercio, la democracia que sobrevendría". Y en otro contexto: "Me hubiera gustado escribir Los pichiciegos sin Malvinas". Fogwill parece no saber que la novela triunfa precisamente allí donde fracasan sus pretensiones; que lo que vuelve a este libro perdurable –reeditable– es, al menos en parte, esa fricción entre realidad e invención, ese intercambio entre la subjetividad del que escribe y todo lo que no es él y se le escapa. Hay quienes piensan que en el acto de creación de toda obra resistente al paso del tiempo hay un momento de pérdida del artista en lo otro –la realidad objetiva–, y que es ese núcleo de realidad que se instala en la obra, incluso a pesar del autor, el que asegura que muchos, aún mucho después, puedan reconocerse en ella. Nostra causa agitur: se trata de nosotros, de un instante en la historia compartida que da origen al relato y cuyo sentido preciso –o su sinsentido– el relato logra captar. Fogwill tal vez no lo sabe, pero sí su novela, menos reticente que él a la hora de admitir su deuda con la realidad sobre la que opera:(1) Al comienzo, a nadie se le hubiera ocurrido juntar tanto carbón, tanto paño de carpa, mantas, raciones, ropa vieja. [...] A él sí. Él precisó juntar. O primero necesitó la guerra y la posibilidad de mandar, para que le naciera aquella idea de juntar y cambiar.(2) En la sintaxis, en la lógica causal de este pasaje es posible detectar la clave de ese efecto que produce la lectura de Los pichiciegos: la novela anuda de un modo necesario la ficción al acontecimiento histórico, la realidad de la época referida habilita la invención de hechos que no llegan a resultar del todo increíbles. Sin Malvinas no hay relato posible, o al menos no hay este, que es el que todavía nos interpela. Los pichis son la más lógica consecuencia de la guerra. Y se trata de nosotros –y no sólo de Fogwill– todavía en otro sentido. Podemos, como ya se dijo, reconocer nuestra historia en el reverso, la sombra o el sueño de la historia que la novela escribe, pero también reconocernos en la sensibilidad de los cuerpos que la escritura vuelve nítida. El discurso del informante es puesto enteramente al servicio de la transmisión de una experiencia física: la de sobrevivir. Las palabras se adhieren a las cosas y a los cuerpos, como si quisieran actualizar la materialidad de sus referentes. Las frases son breves y precisas, y apelan al recurso poético sólo cuando el lenguaje corriente se queda sin recursos para significar una sensación o un proceso: "se siente el frío, se lo sufre, tarda en acostumbrarse: el frío duele, el aire es como vidrio y si uno quiere respirar parece que no entrara".(3) Al leer, es inevitable pensar: es así. Todo eso bastaría para hacer de la descripción de las reacciones corporales y emocionales de estos hombres la descripción de la sensibilidad de los hombres en general. En el registro de la memoria de los soldados, que en condiciones miserables idealizan las miserias de sus realidades cotidianas anteriores a la guerra; en el registro de la necesidad, el instinto y el deseo; en el registro de los estados y, sobre todo, de los pasajes –del frío al calor, del silencio a la palabra, del miedo al miedo–, Fogwill atrapa algo que podríamos llamar lo humano. Pero esto además se ve confirmado por el estilo del lenguaje del informante, un lenguaje que transforma los hábitos del pasado en las islas, en saberes prácticos dichos en presente –que es el tiempo de los enunciados de validez universal–, y en el que no faltan los axiomas que condensan estos saberes: "pasando un tiempo en el calor, el hombre aguanta más el frío."(4) Hay que decir algo más. La novela de Fogwill va a permanecer porque habla de nosotros, pero también porque está bien escrita. Bellamente escrita. Esto es algo imposible de justificar teóricamente. Se podría intentar –inútilmente– rastrear la belleza en el ritmo que al texto imponen las frases breves, en la ausencia de excesos retóricos, en la serenidad del tono con el que se dice lo violento, en la elección de un léxico cercano, familiar y hasta pueril –"olas que corrían cargadas de espuma como corderitos"–,(5) exacto en su simpleza. No sería suficiente. Convendría hacer silencio y dejar que el libro hablara por sí mismo. Fogwill es uno de nuestros mejores escritores. Esto, él lo sabe, y en lugar de callar, como yo ahora, lo dice hasta el cansancio. Claro que sus novelas lo dicen y lo seguirán diciendo mucho mejor. Guadalupe Marando NOTAS (1) Dada la ya conocida tendencia de Fogwill a verse como el acreedor –precursor, visionario, adelantado, profeta, fuente de inspiración y objeto de plagio– de las deudas del resto, es lógico que así sea. (2) Fogwill, Los pichiciegos, Buenos Aires: Interzona, 2006, p. 103. (3) Ibíd., p. 35. (4) Ibíd. (5) Ibíd., p. 156.